LA PARADOJA DEL GHOSTWRITER

Abril de 1953. Nada más hacer el amor, Luis Miguel se levanta para ‘ir a contarlo’. El torero necesitaba testigos de su hazaña. El ghostwriter vive la inversión exacta: la experiencia solo existe en la intimidad. El amor secreto que nunca figurará en tu currículo

Abril de 1953. Ava Gardner, entonces casada con Frank Sinatra, aprovecha un receso en el rodaje de Mogambo para disfrutar de unos días de vacaciones en España y conoce a Luis Miguel Dominguín. Se inicia entonces un romance entre la actriz y el matador de toros que se prolongaría hasta finales de 1954 y que dejó una anécdota para los anales de la historia de los toreadores españoles protagonizada por el padre de Miguel Bosé.

Nada más terminar la faena Luis Miguel se levanta de la cama y se acicala para salir, que era muy de repeinao.

—¿A dónde vas? —pregunta Ava.

—Pues dónde voy a ir. ¡A contarlo!

Acabo de firmar un contrato editorial y esa historia me persigue como un fantasma (valga la redundancia, ghost).

La urgencia del relato

Para Dominguín, la experiencia no existía hasta convertirse en relato público. El encuentro con Ava no terminaba en la intimidad de la alcoba, sino en la barra de Chicote. La misma lógica del ruedo: si no hay público, no hay faena.

El torero necesitaba testigos. La experiencia privada era incompleta, inacabada, casi inexistente hasta que se transformaba en narrativa compartida. Dominguín no solo conquistaba a Ava: conquistaba el derecho a contarlo, a convertir la intimidad en epopeya, a transformar el encuentro en leyenda.

El ghostwriter vive la inversión exacta de esa ecuación: la experiencia solo existe en la intimidad. Es la conquista que no puede presumirse. El amor secreto que nunca figurará en tu currículo.

La intimidad sin reconocimiento

Hay algo profundamente perturbador en la relación entre el ghostwriter y su cliente. Conoces sus pensamientos mejor que su pareja. Sabes qué le obsesiona a las tres de la mañana, qué inseguridades camufla con jerga corporativa, qué frases usa como talismán cuando necesita sentirse seguro. Entras en su cabeza con una intimidad que ningún confesor alcanzaría.

Lees sus borradores, sus ideas a medio formar, esos emails internos donde se quita la máscara corporativa. Conoces la distancia entre lo que quiere decir y lo que sabe decir. Y tu trabajo consiste en cerrar esa brecha, en convertirte en el puente entre su pensamiento y su voz pública.

Es una relación de una intimidad casi obscena… que debe permanecer en secreto.

La escuela del marketing directo: cuando aprendes a ser muchos

Antes de ser ghostwriter, fui ventrílocuo epistolar.

En 2005 publiqué Estimado lector, una recopilación de cartas escritas para directores de museos, directivos del IBEX, presidentes de fundaciones… Marketing directo en su expresión más pura y artesanal: cada carta tenía que sonar exactamente como la escribiría quien la firmaba.

El marketing directo es la mejor escuela para un futuro ghostwriter. Te obliga a entender que la voz no es solo vocabulario: es estructura mental, ritmo respiratorio, jerarquía de valores. Un presidente de banco no construye las frases como un director de teatro. Un político no usa los mismos conectores que un empresario tecnológico.

Cada carta era un ejercicio de posesión temporal. Tenía que investigar: ¿Cómo habla en público? ¿Qué libros menciona en entrevistas? ¿Usa anglicismos o los evita? ¿Prefiere frases cortas y contundentes o párrafos largos y envolventes? ¿Tutea o mantiene la distancia del usted?

Después vinieron los discursos. Los artículos para revistas especializadas. Cada encargo era un nuevo personaje, una nueva máscara, una nueva voz que debía habitar durante días o semanas.

Sin saberlo, me estaba entrenando para esto. Para desaparecer y dejar que otros hablen a través de mí.

El talento de Mr. Ripley: manual de instrucciones para fantasmas

Tom Ripley observa, toma notas, estudia cada gesto de Dickie hasta convertirse en él. El ghostwriter hace lo mismo: no imita, se transforma. La diferencia es que Ripley acaba asesinando a Dickie. Nosotros solo firmamos contratos de confidencialidad.

Si Rosemary’s Baby te explica qué es ser ghostwriter, El talento de Mr. Ripley te enseña cómo se hace.

Tom Ripley, interpretado por Matt Damon en la película de Minghella (sin olvidar la mega estética serie de Steven Zaillian ni, por supuesto el libro de Patricia Highsmith), es el ghostwriter perfecto. Obsesivo. Detallista. Capaz de estudiar cada gesto, cada inflexión de voz, cada preferencia de Dickie Greenleaf hasta convertirse en él. No se trata solo de imitar: se trata de ser.

Ripley observa. Toma notas mentales. Estudia los discos de jazz que escucha Dickie, aprende a apreciar lo que Dickie aprecia, adopta su forma de moverse por el mundo. Y cuando finalmente se convierte en Dickie, el disfraz es tan perfecto que ni siquiera él sabe dónde termina Tom y empieza la persona que ha decidido ser.

Esa es la diferencia entre un mal ghostwriter y uno bueno. El malo traduce. El bueno se transforma.

El malo escribe sobre el cliente. El bueno escribe desde el cliente.

Y como Ripley, el ghostwriter perfecto estudia obsesivamente a su objetivo hasta que la línea entre ambos se difumina. Hasta que no sabes si estás escribiendo lo que él pensaría o lo que tú piensas que él pensaría. Hasta que la voz del otro se instala en tu cabeza como un inquilino permanente.

La diferencia, claro, es que Ripley acaba asesinando a Dickie para quedarse con su identidad. Nosotros solo firmamos contratos de confidencialidad.

Aunque a veces, en las madrugadas de deadline, ambas cosas se sienten sorprendentemente parecidas.

El proceso de posesión: cómo convertirse en otro

¿Cómo es el proceso de investigación y análisis para hacerse con el estilo de unos y otros antes de empezar a escribir?

La respuesta corta: como Ripley estudiando a Dickie.

La respuesta larga:

Fase 1: La autopsia del lenguaje

Primero, lo devoro todo. Todo lo que haya escrito o dicho públicamente: artículos anteriores, entrevistas, posts en LinkedIn, discursos, incluso emails si me los comparten. No busco solo qué dice, sino cómo lo dice.

¿Usa metáforas? ¿De qué tipo? ¿Deportivas, militares, naturales? ¿Cómo construye los párrafos? ¿Frases cortas tipo Hemingway o largas tipo Proust? ¿Prefiere la primera persona o la tercera? ¿El «nosotros» corporativo o el «yo» personal? ¿Usa puntos suspensivos o los evita? ¿Hace preguntas retóricas o las considera manipuladoras? ¿Cita a otros autores? ¿A quién? ¿Cómo los integra?

Fase 2: La entrevista como sesión de espiritismo

Después viene la conversación. Pero no es una entrevista periodística: es una sesión de Medium buscando contactar con el espíritu que voy a encarnar.

No pregunto solo por el contenido del texto que vamos a escribir. Pregunto por todo lo demás: ¿Qué lee? ¿Qué le emociona? ¿Qué le enfurece? ¿Qué palabras odia? (Siempre hay palabras que odian) ¿Qué frases usa constantemente? (Los tics verbales son oro puro) ¿Cómo habla cuando está relajado vs. cuando está en modo profesional?

Grabo la conversación. Después la escucho varias veces. No por el contenido: por el ritmo, la respiración, las pausas. La voz no está solo en las palabras: está en la música que crean al combinarse.

Fase 3: El método Stanislavski aplicado a la escritura

Escribo un primer borrador. Lo leo en voz alta. ¿Suena como él lo diría? Si tengo que cambiar algo al leerlo porque «él nunca usaría esa palabra», el borrador ha fallado.

Después viene el test definitivo: se lo envío. Y espero.

Un buen ghostwriting es cuando el cliente lee el texto y dice: «Exacto. Esto es lo que yo quería decir». No «esto está bien escrito» o «buen trabajo». Sino: «Esto es lo que yo quería decir».

Cuando eso pasa, has desaparecido completamente. Has conseguido que tu voz sea transparente. Invisible. Fantasmal.

Fase 4: La posesión completa

Después de varios textos con el mismo cliente, algo extraño empieza a pasar. Ya no necesitas consultarlo todo. Su voz se instala en tu cabeza. Empiezas a pensar como él pensaría. A construir argumentos como él los construiría.

Escribes una frase y sabes, antes de enviársela, que dirá: «Perfecto, así estaba bien».

Es entonces cuando te das cuenta de que la posesión es completa. De que te has convertido en un Tom Ripley que ha estudiado tan bien a su Dickie que puede improvisarlo sin guion.

Y es entonces cuando empiezas a preguntarte: ¿cuánto de lo que escribes para él es realmente suyo? ¿Cuánto es tuyo? ¿Y cuánto es de esa tercera entidad híbrida que surge de la fusión de ambos?

Rosemary’s Baby, o la posesión como método de trabajo

Hasta que te conviertes en él. Lo posees. No como Dominguín a Ava, o Ava a Dominguín —que a mí me cuadra más—, sino como el Diablo de Rosemary’s Baby.

Rosemary gesta lo que no le pertenecerá. El ghostwriter es Rosemary consciente desde el principio: sabes que la criatura te será arrebatada en el momento de su nacimiento. Un pacto fáustico con cláusula de confidencialidad.

Porque eso es el ghostwriting: un pacto fáustico con cláusula de confidencialidad.

Recuerda la película de Polanski: Rosemary Woodhouse y su marido Guy se mudan al Bramford, un edificio gótico de Nueva York con una historia oscura. Los vecinos ancianos, Roman y Minnie Castevet, son encantadores. Demasiado encantadores. Guy, actor fracasado, de repente empieza a conseguir papeles. Rosemary queda embarazada.

Todo parece perfecto.

Hasta que Rosemary empieza a sospechar. Los dolores no son normales. Los brebajes que prepara Minnie tienen un sabor extraño. Los vecinos saben demasiado sobre su embarazo. Guy firma acuerdos que ella no comprende. Y cuando finalmente lo descubre, es demasiado tarde: no está gestando a su hijo. Alberga al vástago de Satanás.

Su cuerpo nunca fue suyo. Fue elegida por su capacidad de gestar. El contrato estaba firmado antes de que ella supiera que había un contrato.

Rosemary consciente desde el principio

El ghostwriter es Rosemary que conoce el pacto desde el inicio.

Sabes que lo que gesta en ti no te pertenecerá. Te han elegido por tus genes narrativos, por tu capacidad de dar a luz ideas con el ADN de otro. Firmas el contrato sabiendo que la criatura te será arrebatada en el mismo momento de su nacimiento. No habrá lactancia, no habrá vínculo. Nacerá con otro apellido.

Y como en la película, hay algo siniestro en la facilidad con que todos aceptan el acuerdo: el cliente, el editor, el mercado. Nadie cuestiona que alguien firme palabras que otro parió. Es el orden natural de las cosas en este Bramford Building corporativo que habitamos.

Los Castevet corporativos sonríen, preparan sus contratos de confidencialidad, ofrecen sus brebajes (anticipos, derechos, cláusulas). Y tú aceptas porque, al fin y al cabo, alguien tiene que gestar estas ideas. Y has descubierto que tienes un talento peculiar para ello.

El vientre de alquiler narrativo

Te conviertes en una especie de vientre de alquiler de las palabras de otro. Te han elegido por tus genes, pero la criatura te será arrebatada en el mismo momento de su nacimiento.

Hay algo profundamente antinatural en esto. En el proceso normal de escritura, uno gesta y pare sus propias ideas. El texto lleva tu ADN narrativo, tus obsesiones, tu forma de mirar el mundo. Cuando lo publicas, el texto sigue siendo tuyo aunque lo lea el mundo entero.

En el ghostwriting, el proceso biológico es el mismo —la gestación ocurre en ti, en tu cabeza, en tus manos sobre el teclado— pero el resultado no te pertenece. Es como parir y entregar al bebé inmediatamente a otros brazos. Ver cómo tu criatura crece con otro apellido, responde a otra voz, construye una vida en la que tú no existes.

El síndrome de Estocolmo

No traduces su pensamiento: lo encarnas. Adoptas sus tics verbales, su cadencia, sus obsesiones. Te preguntas: ¿Diría «implementar» o preferiría «poner en marcha»? ¿Terminaría con una pregunta retórica o con una afirmación tajante? ¿Usaría dos puntos o punto y coma?

Es método Stanislavski aplicado a la escritura. Te sumerges en el personaje hasta que desapareces tú. Y acabas enamorado de la voz de tu secuestrador.

Hay momentos —los mejores— en que no sabes si esa frase la escribiste tú o la habría escrito él de todas formas. Cuando la ventriloquía es tan perfecta que desaparece la frontera entre el muñeco y la mano. Entre Rosemary y la cosa que crece dentro de ella. Entre Ripley y Dickie en ese momento justo antes del asesinato, cuando todavía no está claro quién es quién.

¿Quieres añadirle otra capa de perturbación? Lee un texto tuyo publicado con otro nombre seis meses después. Ya no sabes quién lo escribió realmente. Tu memoria ha empezado a reescribir la historia. Quizás él sí pensaba así. Quizás tú solo diste forma a algo que ya existía en su cabeza.

El ghostwriter perfecto es el que consigue borrarse a sí mismo del texto. Dejar solo la voz del otro. Puro. Cristalino. Como si nunca hubieras existido.

El amigo imaginario de los adultos profesionales

Leer un post en LinkedIn y reconocer tu sintaxis en boca de otro es como esos sueños donde ves tu casa pero no es tu casa. Es casi tu voz, modulada, filtrada, pasada por el prisma de otra biografía.

El ghostwriter es el amigo imaginario de los adultos profesionales. O su demonio particular. Depende de cómo lo mires.

Existe en los márgenes, en los contratos de confidencialidad, en los «gracias a mi equipo» que nunca especifican nombres. Somos los fantasmas que escriben la historia oficial. Los que ponemos las palabras en boca de los reyes.

Negro vs. Ghostwriter: una cuestión de eufemismos imperiales

Me preguntan en LinkedIn: ¿qué diferencia hay entre un «negro» y un «ghostwriter»? ¿Es solo una cuestión de corrección política?

Dumas construyó su imperio literario con decenas de colaboradores anónimos. Los franceses inventaron el término ‘nègre littéraire’, los anglosajones lo rebautizaron ‘ghostwriter’. Mismo trabajo, mejor departamento de relaciones públicas.

Es una cuestión de origen: «negro» viene del francés «nègre littéraire» (siglo XIX) y «ghostwriter» es anglosajón. Siempre más cuidadosos con el lenguaje, los anglos, aunque pusieran los barcos y los armadores.

Los franceses te dicen las cosas como son, con toda su crudeza decimonónica. Los anglosajones prefieren el eufemismo, que queda mejor en los informes anuales y suena más presentable en LinkedIn.

Es la misma lógica que llevó a Hollywood a llamar «relocation camps» a los campos de concentración para japoneses-americanos, o a que el Pentágono hable de «daño colateral» en lugar de «civiles muertos».

Técnicamente, ambos términos describen lo mismo: el escritor invisible que trabaja para otro. La diferencia está en que uno te hace sonar como un operativo de la CIA infiltrado en la industria editorial, y el otro como si estuvieras usando el mismo lenguaje que tu abuelo para describir relaciones laborales del siglo XIX.

Prefiero «ghostwriter». Suena a película de Polanski (que, de hecho, tiene una que se llama exactamente así). «Negro» suena a que alguien no actualizó el manual de estilo desde 1957.

Pero al final del día, puedes llamarlo como quieras: el fantasma sigue siendo invisible.

La gozada de ser otro

Pero aquí está el secreto sucio: es liberador.

Escribir desde otro yo es ponerte una máscara que te permite decir verdades que tu propia voz no se atrevería. Es Pessoa multiplicado por un contrato editorial. Es Pessoa con LinkedIn Premium y cláusula de confidencialidad.

Dominguín necesitaba salir corriendo a contarlo para que la experiencia existiera. El ghostwriter necesita no contarlo para que su trabajo exista. Y en ese silencio forzado hay una extraña libertad: la de crear sin el peso del ego, sin la ansiedad del reconocimiento, sin la necesidad de gestionar la marca personal.

Escribes para otro y, paradójicamente, eres más libre que cuando escribes para ti.

Puedes explorar estilos que nunca usarías. Defender posiciones que no son las tuyas. Jugar con registros que tu propia voz rechazaría. Porque no eres tú: eres el otro. Y esa otredad es profundamente liberadora.

Es como ser actor de método que nunca sale del personaje. O como esos escritores que usan seudónimos para explorar géneros que su nombre «real» rechazaría. Solo que tu seudónimo es el nombre de otra persona real.

La pregunta incómoda

¿Quién es más auténtico? ¿El CEO que firma el artículo que otro escribió pero que expresa genuinamente su pensamiento estratégico? ¿O el influencer que escribe sus propios posts llenos de lugares comunes que ha copiado de otros influencers?

¿La voz es de quien la usa o de quien la inventa?

La autoría, como casi todo en esta era de narrativas líquidas, es más compleja de lo que el byline sugiere. Todos somos, en cierta medida, ventrílocuos de ideas ajenas. La diferencia es que algunos lo declaramos en los contratos y otros lo disfrazamos de autenticidad.

Los grandes discursos presidenciales fueron escritos por speechwriters. Las memorias de los famosos, por ghostwriters. Los artículos de opinión de los CEOs, por consultores de contenido. Las canciones de los grandes artistas, muchas veces por compositores anónimos que vendieron sus derechos.

¿Son menos auténticas esas obras por ello? ¿O la autenticidad está en otra cosa que no es la autoría material?

Quizás la autenticidad está en la coherencia entre lo que se dice y lo que se piensa, independientemente de quién ponga las palabras. Quizás está en la valentía de decirlo públicamente, asumiendo las consecuencias. Quizás está en algo que no tiene nada que ver con quién tecleó las frases.

O quizás toda esta conversación sobre autenticidad es una trampa. Y la única autenticidad posible es reconocer que siempre somos, en alguna medida, fantasmas hablando a través de otros fantasmas.

Confesiones desde el Bramford Building

El edificio gótico de Nueva York donde Rosemary firma su pacto sin saberlo. Cada ghostwriter habita su propio Bramford Building corporativo.

Ahora mismo soy la voz de tres personas muy distintas. Dos son españolas, una latinoamericana. Están entre los 48 y los 72 años. Una se dedica a la política, otra a los negocios y la tercera a contar su experiencia vital. Dos hombres y una mujer.

Cada una tiene su propio ecosistema narrativo. Sus propias obsesiones. Sus propios miedos. Sus propias formas de construir frases y de relacionarse con el mundo.

Cuando escribo para la política, adopto su pragmatismo cauteloso, su forma de medir cada palabra como si fuera una pieza de ajedrez. Cuando escribo para la empresaria, me pongo su armadura de acero inoxidable pero dejo entrever las grietas de vulnerabilidad que la hacen humana. Cuando escribo para la que cuenta su experiencia, me permito una intimidad que mi propia voz rechazaría.

Cada mañana, antes de empezar, me pregunto: ¿Quién soy hoy? ¿Qué máscara me pongo? ¿En qué cuerpo narrativo voy a habitar las próximas horas?

Y luego simplemente… desaparezco. Me convierto en el otro. Dejo que me posean, como Rosemary deja que la posea lo que crece en su interior. Como Ripley deja que Dickie lo posea hasta que ya no sabe quién es quién.

La diferencia es que yo he firmado el contrato conscientemente. Sé lo que hago. Y cada vez que entrego el texto y veo aparecer otro nombre en el byline, no siento pérdida.

Siento alivio.

Epílogo para fantasmas

Dominguín salió corriendo de la cama de Ava Gardner porque para él, la experiencia sin relato público era inexistente. Necesitaba a los otros para certificar que había ocurrido. El torero solo existía en la mirada del público.

Nosotros, los ghostwriters, escribimos relatos que otros certificarán como propios. Y está bien. Porque al final, todo escritor es un poco fantasma: dejamos huellas en textos que vivirán sin nosotros, en voces que resonarán cuando ya no estemos para reivindicarlas.

La diferencia es que nosotros elegimos la invisibilidad.

Rosemary descubre demasiado tarde que su cuerpo fue usado para gestar algo que no le pertenece. Ripley descubre demasiado tarde que se ha perdido en la identidad que estaba interpretando. El ghostwriter firma el contrato sabiendo exactamente eso. Y hay una libertad extraña en esa consciencia.

Podría contarte más cosas… pero tendría que matarte.

O peor: tendría que hacer que firmaras un acuerdo de confidencialidad.


P.D: Este texto sí lo he escrito yo. Creo.